Me preparo para recibir a una consultante. No tengo una rutina establecida, más que poner la pava al fuego y llenar el mate. Siempre hay algún pensamiento dándome vueltas, sobre mí vida, mí presente que aún no llega a ser mi futuro, algún resabio vergonzoso del pasado; como sea, son los últimos minutos que me dedico antes de entregarme a escuchar otras historias de las cuales no fui ni seré parte, pero que logran sin excepción conmoverme y espejarme por unas horas. Suena el timbre y todos mis pensamientos desaparecen con él. Abro la puerta: Lo primero que observo es si me mira a los ojos, si quiere encontrar mi mirada o si prefiere hacer foco en el piso. Es instantáneo, me mire o no ya puedo escuchar sus historias. Me es inevitable porque el cuerpo no sabe hacer silencio. Le digo que me acompañe a subir la escalera, mientras agarro el termo y el mate. Hasta ahora, sólo una persona prefirió que tomáramos té, y hoy no estamos hablando de ella. Una vez en el cuarto de arriba, la invito a
Observo, tanto en mí como en quien me consulta, una resistencia insistente a percibir el cuerpo. No es por terquedad o desconocimiento, en realidad creo que sabemos tanto qué sucede cuando escuchamos el síntoma que justamente nos resistimos a experimentarlo. La incomodidad no deja de existir sólo porque dejamos de escucharla, si no que sucede todo lo contrario: se hace más grande. La razón, a mi parecer, es el intento del síntoma por ser atendido. No hay maldad, no hay objetivos ocultos: el cuerpo exige su necesidad de la manera que puede. Quisiera compartirles una reflexión propia, para hacer visible una posición habitual de defensa: "Bajo de la proyección y voy a las sensaciones de mi cuerpo. Mis hombros están levantados, mi espalda alta se arquea prominente, voy aprendiendo algo de esta postura: tengo miedo y quiero defenderme. Ya no me interesa de qué me quiero defender, si no qué estoy defendiendo: mi corazón. Mis hombros hacia adelante y mi espalda arqueada quieren arm